Para empezar he de decir que, de profesión, soy prostituta. De las que nos hacemos llamar acompañantes ejecutivas o escorts -pa’ ponerle más caché- y no estamos al alcance de cualquier bolsillo, pero al fin y al cabo, en estos casos, te define lo que haces, no cuanto cobres. Sin embargo, no siempre fue así, tuve la suerte (o la desgracia) de nacer en medio de comodidades innecesarias. Durante los primeros años de mi vida gocé del tipo de lujos de la clase media alta. Teníamos casa en el Distrito Federal, en Cuernavaca y en Cancún, carros del año, iba a colegio de paga, viajaba mucho y era una mocosa consentida y berrinchuda. Llegué a la adolescencia sin conocer ningún tipo de privaciones. De pronto papá pasó a mejor vida y, nosotros -su linda familia- a la mala vida. He dicho que todavía no sé si nos quedamos pobres porque papá sufrió aquel infarto o sí sufrió aquel infarto porque nos quedamos pobres, el caso es que, cómo sea, tuvo el mal gusto de dejarnos en la calle.
Para esa época, ya no era virgen ni en las pastorelas, pero de allí a imaginar que me estaría ganando la vida dando brincos en las camas de hoteles de paso había mucha distancia. Sin pecar de falsa modestia, he de admitir que además de haber tenido varo cuando era niña, también tuve la suerte (o la desgracia) de nacer –digamos- “bonita”. Creo que si algo les debo a mis padres es que me hayan regalado un buen coctel de genes que me hicieron atractiva, así que siempre he tenido mi buen pegue.
Para no hacérselas larga (una vez más, sin la intención de alburear), mi despertar sexual lo tuve a los catorce años -como muchas niñas precoces- el caso es que en vez de tirarle el chón a un morrito de mi edad, me aventé la gran puntada de seducir a un vecino guapísimo que, además de tener más de treinta años, era casado. Papá murió cuando yo tenía dieciocho añitos, pero para cuando lo enterramos y nos quedamos con una mano atrás y otra adelante, yo ya tenía un buen caminito recorrido en las artes de los placeres terrenales. No he de decir que era toda una mujer fatal, sino una chavita bien desmadrosa y con un historial respetable, si no largo, de aventuras.
¿Qué hace una chavita con apenas dieciocho abriles encima cuando de la noche a la mañana se le acaba el mundo como lo conoció? Podría inventarme un dramón de telenovela diciendo que “como quedé huerfanita me vi obligada a rodar por el arroyo pa’ tener con qué comprar frijolitos para mí y mis pobres hermanitos”, pero la neta es que no era para tanto. No podía tener los lujos de antes, pero comida, techo y vestido nunca faltó. La verdad es que lo que pasa con una chavita mimada que súbitamente pasa de niña de papi a niña de la calle, es que si ya era desobediente, se vuelve rebelde como la piel de Judas. De hecho, no sé si sea eso lo que pase en casos como el mío, pero fue al menos lo que pasó conmigo.
Me volví incontrolable. Abandoné la escuela y me puse a chambear, primero de instructora de spinning, pero luego me armé de valor y pedí chamba en un Table. Con eso -aunque no iba todos los días- ganaba una lanota, mucho más que suficiente, para pagar mis gastos y gustos. De encueratríz trabajaba sólo los viernes y sábados.
Como mis noches eran de juerga y las pasaba en los brazos de señores a los que dejaba que me metieran mano, decidí que mis días los pasaría echando relajo con chavos de mi edad. Conocí a unos cuates de la Portales (la tales-por-cuales). Con ellos me sentía como cualquier chavita desmadrosa. Claro, eran unos rufianazos de esos con los que tan bien me llevo, pero muy tiernos conmigo.