BUENO... NO SUBO CON REGULARIDAD LO QUE PUBLICO EN EL PERIÓDICO PORQUE ES PARTE DEL TRATO CON EL PERIÓDICO, PERO DE VEZ EN CUANDO -COMO HOY- ME PUEDO DAR EL LUJO DE HACER SUBIR ACÁ UNA QUE OTRA. ASÍ QUE, AGRADECIENDO TODOS SUS COMENTARIOS Y PARA QUIENES QUERIENDO NO PUDIERON LEER LA ALBERCA, POS ACÁ VA (PERO CÓMPREN LA DEL JUEVES, QUE SIGO EN LA ONDA FANTASMAGORICA):
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La Alberca
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Lo conocí hace muchos años -me dijo ella- cuando mi piel era nueva y todo lo que hoy comienza a colgarse, apenas crecía, redondo y firme. Nací en un pueblo en Guanajuato que se llama Valle de Santiago, es un lugar pequeño y bonito, cuya virtud y defecto es que nunca pasa nada. Yo era guapa, o al menos tenía pegue. Para mi edad, estaba muy desarrollada -me dice curvando las manos sobre sus tetas-. Cuando las de mi generación apenas tenían pellizquitos de cada lado, ya mi suéter lo adornaban dos firmes protuberancias.
Él pasaba por Valle en viaje rumbo al norte, que interrumpió cuando me conoció. Nos enamoramos como los adolescentes que éramos. Nos vimos en la Alberca, una hermosa laguna formada en el cráter de un volcán extinto donde los vallenses pasábamos los ratos libres. Hoy está seca y es un hoyo terregoso, pero entonces era bellísima.
Él vino con un amigo muy tímido que no me quería nada. En las tardes, cuando paseábamos, su amigo prefería quedarse en el hotel. La noche antes de que se fueran, me llevó a la Alberca. Nos sentamos en una de las mesas de piedra que servían para comer carnes y truchas asadas y que convertimos en la cama donde le obsequié mi virginidad. No pude evitarlo, ni cuenta me di cuando sus besos llegaron a mis senos, ni como éstos salieron de la blusa y quedaron expuestos al blanco de la luna. Recuerdo, como si lo sintiera, que goteaba cuando sus manos levantaron mi falda y sujetaron mis muslos temblorosos. Abrí las piernas, como quien invita a alguien a su casa.
Desde entonces, cuando pienso en sexo o me masturbo, me basta con cerrar los ojos para ser una adolescente penetrada a media luz por un joven hermoso. Sentir sus manos en mi cintura, mis nalgas clavadas en la losa fría, sus labios ansiosos e inexpertos en mi cuello o en mis pezones, sus ojos cerrados, su sonrisa, su gemido terminal, su cabello negro balanceándose sobre su frente con un hilito de luz plateada. Cuando me la sacó nos lo prometimos todo. Él vendría cada semana, en su momento, yo me iría a estudiar a la Ciudad de México y estaríamos juntos siempre.
No volvió, sin embargo nunca lo olvidé. Hay amores así, que viven para siempre aunque hayan durado tan poco. Después de él, otros hombres pasaron por mi cama, me vine a vivir a México e hice mi vida, pero no volví a enamorarme. Desde entonces, cada año en esa fecha vuelvo a la Alberca y cuando la noche cierra revivo con las manos aquel orgasmo memorable. Así pasaron 20 años.
Esa noche igual que las 19 anteriores, me masturbé a la luz de la luna y sobre la misma mesa. Estaba cansada y comenzaba a sentirme vieja. Decidí que no volvería allí ni lo extrañaría más. Trataría de olvidarlo y, si aun podía, de enamorarme de otro. En ese momento vi que, entre la maleza, alguien me observaba.
Increíblemente era él. También los años le habían cobrado factura, pero algo había que lo hacía idéntico al muchacho que veinte años antes había abierto entre mis piernas un camino sin regreso. Sorprendentemente hablamos sin reproches. Sin preguntas ni averiguaciones, me tomó de la mano y caminamos alrededor del socavón que otrora fuera una hermosa laguna. Hablamos, reímos, nos besamos. De pronto, nos detuvimos frente a la mesa de piedra donde hacía una vida cogimos como sólo dos adolescentes pueden y, con el mismo temblor en los labios, me besó y levantó mi falda, hurgó bajo mi blusa y estremeció mi ombligo. Sentí en la sienes una presión maravillosa, como el toque de un ángel y luego un terremoto que separó mis piernas y recibió un vaivén inundándolo con los jugos del deseo. Hicimos el amor por varias horas, lo viví y lo experimenté todo esa noche. Sexo maduro, preciso, agitado. ¡Sublime!
Cuando terminamos, me miró fijamente y me prometió que nunca más volvería a verme. Me besó la frente cuando sonreí y cerré los ojos. Realmente no quería volver a verlo, sin lugar a dudas sentí que ese ciclo se había cerrado y volví a México sin siquiera preguntarle qué haría él.
Una semana después, por esas casualidades que sólo el destino entiende, me encontré al amigo aquel con quien él había ido a Valle. Nos reconocimos y, envalentonada por la coincidencia, le dije que recién había visto a su viejo amigo. Empalideció y, con la voz cortada, me lo contó todo. Al fin supe que el amor de mi adolescencia había muerto en la carretera la mañana siguiente a la noche en que hacía veinte años hicimos el amor.
Una buena historia a propósito de estos días en que se celebra lo frágil que es la vida.
Muchos besos