Monterrey está en diluvio. De cuando en cuando me asomo por la ventana nomás para ver si no pasa de repente el arca de Noé y encajo para treparme. Entre cosa y cosa y esperando que la lluvia mengue, me puse a curiosear mis notas y rescaté de la memoria una anécdota con un regio, ahí va:
Llegué temprano. Es un hotel de lujo, de esos que parecen rascacielos. No me gustan hoteles lugares para trabajar. Obvio se ve que no soy turista (ningún huésped llega en su coche, sin maletas y directo a una habitación). Para evitarme malos ratos, en esos lugares prefiero verme antes con el cliente en el bar y así me ahorro ir a poner mi carota en la recepción.
Llevaba los labios bien retocados, el maquillaje perfecto, cuidadosamente peinada y enfundada en unos jeans ajustados y una blusa prudente, pero reveladora.
Lo malo de mi chamba, en estos casos, es darme a la tarea de encontrar a quien me espera. Eran las cinco y media cuando me detuve en el lobby y eché un ojito entre la concurrencia. Había tanta gente que parecía partido de la selección. La mayoría eran grupitos de hombres trajeados con cara de “todo me importa un pito”. No faltaron, como siempre, los que comenzaron a echarme el ojo como pasando auditoría a mí escote. Sin embargo, no me costó trabajo distinguir, de entre todos, a quien parecía esperar a alguien.
Le sonreí a lo lejos y él respondió levantándose del sillón y haciendo un ademán con la mano. Después de tantos años, aún no acabo de acostumbrarme a la familiaridad con que me tratan personas a las que nunca antes he visto. Su sonrisa era generosa y confortable. Se acercó y me saludó discretamente con un beso en la mejilla. Un beso de esos que son más bien cachetazos con tronido de labios en el aire. Me llevó a su mesa e hizo como que retiraba el sillón en el que me senté.
Él se veía intimidado pero contento. Supongo que nos habríamos quedado callados toda la condenada noche de no haberse parado junto a mí un mesero con disfraz de pingüino a preguntar qué deseaba tomar la señorita. Hubiera preguntado cuál señorita, pero me contuve y pedí con una sonrisa que me trajeran lo mismo que estaba tomando mi amigo.
-Me fue fácil distinguirte – Le solté a quemarropa.
-A mí no – Me contestó –Jamás hubiera imaginado que eras tan guapa-
Siempre me ha parecido una jalada o al menos una mentira que me salgan con eso. ¿Pues quién iba a ser entonces? ¿Hermelinda Linda? Después de todo al contratarme necesariamente han visto antes mis fotografías. De cualquier forma siempre acepto la cortesía con una sonrisa amistosa. Algo en ese señor joven que me daba confianza y me hacía sentir cómoda.
Cuando me trajeron mi vasote de whiskey con hielos puse mi mejor cara de niña hipócrita y le dediqué una mirada fija de tortolita enamorada para animarlo a romper definitivamente el hielo. Sin lugar a dudas funcionó. Dijo ser ingeniero y estar trabajando en la construcción de no sé que megaobra de esas que desquician el tráfico. Es norteñote y se le nota. No sé porqué en algún momento me aventó el choro innecesario de siempre, recién divorciado y con poco tiempo libre para ocuparse de su vida sentimental. ¿Porqué los hombres siempre tratan de justificarse cuando cambian caricias por dinero? Sin embargo parecía un tipo inteligente y simpático. Una vez que entramos en confianza amenizó la conversación con bromas atinadas y algunos chistes bien contados. Me tenía cagada de risa. Me gustó ver que en sus ojos brillaba una luz de alegría franca y contenida.
Hablamos un buen rato. Me contó que tiene un hijo que se llama como él, pero que vive en Monterrey y puede verlo muy poco. Me habló de sus proyectos de vida y de las ganas que tiene de encontrar una mujer con quien compartir sus ilusiones y reparar el reciente fracaso de su matrimonio. La plática estaba a toda madre, ya nos habíamos echado dos copas de whisky cuando pensé que estaba corriendo demasiado tiempo y, cómo time is money, pensé que sería conveniente pasar a lo que te truje, Chencha.
-¿Subimos? – Le pregunté bajando la voz y sonriendo sugestivamente
-¿A dónde? – Me respondió con expresión de incertidumbre
Pensé que ese güey o quería hacerse el pendejo o sencillamente lo era. Nada me choca más que un cuate que se hace el difícil en una cita con taxímetro, digo, porque si de lo que tenía ganas era de que lo acompañara en un bar a echar un trago yo no tengo pedos con eso, de cualquier modo mi tarifa es la misma, pero si piensa que va estirar el tiempo de compañía contando chistes, pues mejor me voy a ver a Polo Polo.
-¿No quieres que pasemos a la habitación?- Le pregunté entonces en tono de a lo qué vinimos
Algo noté entonces en su expresión que me hizo adivinarlo todo. Me puse más colorada que una camiseta de los campeonísimos Diablos del Toluca. El tipo puso cara de “me lo hubieras dicho hace dos chupes” y trató de decir algo, pero era tarde, ya me había caído el puto veinte de que estuve platicando con la persona equivocada. Quise decir algo, justificarme, pero lo que me quedaba de vergüenza me obligó a levantarme como pedo frijolero balbuceando una disculpa, sólo dije, o creí decir, que me había equivocado, que tenía otra cita y debía marcharme. Trató de detenerme, de pedirme que me quedara o, cuando menos, que le dijera cómo contactarme para después, pero era demasiada la pinche pena que sentía como para contestarle nada, así que lo dejé hablando sólo y corrí hacia la salida.
Cerca de la puerta principal, desalentado por la tardanza, me reconoció el verdadero cliente. Me detuve notoriamente nerviosa cuando dijo mi nombre. Nos pusimos de acuerdo y subimos a la habitación sin mayor conversación. Arriba no hubo silla retirada, ni confesiones encantadoras, no hubo meseros, whiskey, brindis ni chistes. Reconozco que nos reímos mucho cuando, para explicar mi demora, le conté la anécdota. Casi de inmediato pasamos de las caricias a los besos y de los arrumacos al colchón. Hicimos el amor. Al terminar, me vestí de prisa con la esperanza de pasar de nuevo por el bar y ver discretamente si la mujer que el ingeniero esperaba había llegado al fin. Tenía curiosidad por ver si era guapa, si se la estaban pasando bien. ¿Estaría esperando a una cita a ciegas? Quería sencillamente saber si estaban allí charlando como yo hacía unos minutos sobre las cuitas, los planes y las bromas de la vida. Tenía ganas de descubrir si con su legítima cita tenía los mismos ojitos de cachorrito domesticado que puso conmigo, desafortunadamente cuando bajé encontré el sillón vacío.
Pedí mi coche y regresé al enredado caos de la ciudad. No estoy segura, pero al volver por las mismas calles intransitables creí ver en una camioneta que circulaba por el otro carril y en sentido contrario al que yo llevaba, al ingeniero con cara de nostalgia, acompañado por una rubia triste que no lo invitó a subir a ninguna habitación, pero que seguramente tendría más pila que yo para compartir las ilusiones que él acababa de contarle a una escort que conoció por accidente.
Besitos
Fernanda, siempre
POSDATA: SI ESTÁS EN MONTERREY Y QUIERES PASAR UN RATO MUY CACHONDO Y DIVERTIDO, LLÁMAME Y, POR SER MIS ÚLTIMOS DÍAS ACÁ, PREGÚNTAME POR LA PROMOCIÓN, TE VAS A IR DE ESPALDAS CON EL PRECIO JE, JE, JE...
Llegué temprano. Es un hotel de lujo, de esos que parecen rascacielos. No me gustan hoteles lugares para trabajar. Obvio se ve que no soy turista (ningún huésped llega en su coche, sin maletas y directo a una habitación). Para evitarme malos ratos, en esos lugares prefiero verme antes con el cliente en el bar y así me ahorro ir a poner mi carota en la recepción.
Llevaba los labios bien retocados, el maquillaje perfecto, cuidadosamente peinada y enfundada en unos jeans ajustados y una blusa prudente, pero reveladora.
Lo malo de mi chamba, en estos casos, es darme a la tarea de encontrar a quien me espera. Eran las cinco y media cuando me detuve en el lobby y eché un ojito entre la concurrencia. Había tanta gente que parecía partido de la selección. La mayoría eran grupitos de hombres trajeados con cara de “todo me importa un pito”. No faltaron, como siempre, los que comenzaron a echarme el ojo como pasando auditoría a mí escote. Sin embargo, no me costó trabajo distinguir, de entre todos, a quien parecía esperar a alguien.
Le sonreí a lo lejos y él respondió levantándose del sillón y haciendo un ademán con la mano. Después de tantos años, aún no acabo de acostumbrarme a la familiaridad con que me tratan personas a las que nunca antes he visto. Su sonrisa era generosa y confortable. Se acercó y me saludó discretamente con un beso en la mejilla. Un beso de esos que son más bien cachetazos con tronido de labios en el aire. Me llevó a su mesa e hizo como que retiraba el sillón en el que me senté.
Él se veía intimidado pero contento. Supongo que nos habríamos quedado callados toda la condenada noche de no haberse parado junto a mí un mesero con disfraz de pingüino a preguntar qué deseaba tomar la señorita. Hubiera preguntado cuál señorita, pero me contuve y pedí con una sonrisa que me trajeran lo mismo que estaba tomando mi amigo.
-Me fue fácil distinguirte – Le solté a quemarropa.
-A mí no – Me contestó –Jamás hubiera imaginado que eras tan guapa-
Siempre me ha parecido una jalada o al menos una mentira que me salgan con eso. ¿Pues quién iba a ser entonces? ¿Hermelinda Linda? Después de todo al contratarme necesariamente han visto antes mis fotografías. De cualquier forma siempre acepto la cortesía con una sonrisa amistosa. Algo en ese señor joven que me daba confianza y me hacía sentir cómoda.
Cuando me trajeron mi vasote de whiskey con hielos puse mi mejor cara de niña hipócrita y le dediqué una mirada fija de tortolita enamorada para animarlo a romper definitivamente el hielo. Sin lugar a dudas funcionó. Dijo ser ingeniero y estar trabajando en la construcción de no sé que megaobra de esas que desquician el tráfico. Es norteñote y se le nota. No sé porqué en algún momento me aventó el choro innecesario de siempre, recién divorciado y con poco tiempo libre para ocuparse de su vida sentimental. ¿Porqué los hombres siempre tratan de justificarse cuando cambian caricias por dinero? Sin embargo parecía un tipo inteligente y simpático. Una vez que entramos en confianza amenizó la conversación con bromas atinadas y algunos chistes bien contados. Me tenía cagada de risa. Me gustó ver que en sus ojos brillaba una luz de alegría franca y contenida.
Hablamos un buen rato. Me contó que tiene un hijo que se llama como él, pero que vive en Monterrey y puede verlo muy poco. Me habló de sus proyectos de vida y de las ganas que tiene de encontrar una mujer con quien compartir sus ilusiones y reparar el reciente fracaso de su matrimonio. La plática estaba a toda madre, ya nos habíamos echado dos copas de whisky cuando pensé que estaba corriendo demasiado tiempo y, cómo time is money, pensé que sería conveniente pasar a lo que te truje, Chencha.
-¿Subimos? – Le pregunté bajando la voz y sonriendo sugestivamente
-¿A dónde? – Me respondió con expresión de incertidumbre
Pensé que ese güey o quería hacerse el pendejo o sencillamente lo era. Nada me choca más que un cuate que se hace el difícil en una cita con taxímetro, digo, porque si de lo que tenía ganas era de que lo acompañara en un bar a echar un trago yo no tengo pedos con eso, de cualquier modo mi tarifa es la misma, pero si piensa que va estirar el tiempo de compañía contando chistes, pues mejor me voy a ver a Polo Polo.
-¿No quieres que pasemos a la habitación?- Le pregunté entonces en tono de a lo qué vinimos
Algo noté entonces en su expresión que me hizo adivinarlo todo. Me puse más colorada que una camiseta de los campeonísimos Diablos del Toluca. El tipo puso cara de “me lo hubieras dicho hace dos chupes” y trató de decir algo, pero era tarde, ya me había caído el puto veinte de que estuve platicando con la persona equivocada. Quise decir algo, justificarme, pero lo que me quedaba de vergüenza me obligó a levantarme como pedo frijolero balbuceando una disculpa, sólo dije, o creí decir, que me había equivocado, que tenía otra cita y debía marcharme. Trató de detenerme, de pedirme que me quedara o, cuando menos, que le dijera cómo contactarme para después, pero era demasiada la pinche pena que sentía como para contestarle nada, así que lo dejé hablando sólo y corrí hacia la salida.
Cerca de la puerta principal, desalentado por la tardanza, me reconoció el verdadero cliente. Me detuve notoriamente nerviosa cuando dijo mi nombre. Nos pusimos de acuerdo y subimos a la habitación sin mayor conversación. Arriba no hubo silla retirada, ni confesiones encantadoras, no hubo meseros, whiskey, brindis ni chistes. Reconozco que nos reímos mucho cuando, para explicar mi demora, le conté la anécdota. Casi de inmediato pasamos de las caricias a los besos y de los arrumacos al colchón. Hicimos el amor. Al terminar, me vestí de prisa con la esperanza de pasar de nuevo por el bar y ver discretamente si la mujer que el ingeniero esperaba había llegado al fin. Tenía curiosidad por ver si era guapa, si se la estaban pasando bien. ¿Estaría esperando a una cita a ciegas? Quería sencillamente saber si estaban allí charlando como yo hacía unos minutos sobre las cuitas, los planes y las bromas de la vida. Tenía ganas de descubrir si con su legítima cita tenía los mismos ojitos de cachorrito domesticado que puso conmigo, desafortunadamente cuando bajé encontré el sillón vacío.
Pedí mi coche y regresé al enredado caos de la ciudad. No estoy segura, pero al volver por las mismas calles intransitables creí ver en una camioneta que circulaba por el otro carril y en sentido contrario al que yo llevaba, al ingeniero con cara de nostalgia, acompañado por una rubia triste que no lo invitó a subir a ninguna habitación, pero que seguramente tendría más pila que yo para compartir las ilusiones que él acababa de contarle a una escort que conoció por accidente.
Besitos
Fernanda, siempre
POSDATA: SI ESTÁS EN MONTERREY Y QUIERES PASAR UN RATO MUY CACHONDO Y DIVERTIDO, LLÁMAME Y, POR SER MIS ÚLTIMOS DÍAS ACÁ, PREGÚNTAME POR LA PROMOCIÓN, TE VAS A IR DE ESPALDAS CON EL PRECIO JE, JE, JE...