Posdata

Bellísimas (he de confesar) han sido las tardes de compartir cara y cuerpo con amables desconocidos. Si en mi memoria cupieran bitácoras, cargaría la relación inagotable de kilómetros de piel recorridos en caminos de caricias urgentes, viperinas, cadenciosas. Encuentros errabundos de pasión irremisible, suculentos pecados, manzanas prohibidas, íntimas fiestas urbanas. He visto mucho y probado todo. Mi cuerpo ha sido templo y ha vivido los tumultos de peregrinaciones interminables de devotos del pecado. He sido tomada y poseída tantas veces…

Me encontré en ocasiones, con cuerpos expertos, sorpresivos, capaces de arrancar de pronto el suspiro finito, el éxtasis. También encontré cuerpos torpes, violentos, pedestres. Incapaces de distinguir el amor del contrabando.

Viví en mil brazos, bebí el germen de vida, probé el sabor de la consecuencia. Vi tantos espejos apuntándome y registrando curiosos cada movimiento, cada suspiro, cada voz. Me vi perdiéndome y me vi perdida. Me vi penetrada y me vi simplemente querida.

Mi puerto se volvió refugio para el andariego, ladrón sinvergüenza de la ternura soterrada del casado, esperanza última del desesperado, remedio alevoso del tahúr, humilde dignidad del libertino, brebaje redentor, cuenca decente del bienintencionado, regalo de ocasión y recipiente del malvado.

Fui ejemplo de misericordia. En mi casa nadie podía ser discriminado. Pagado el diezmo tenía igual derecho el rey o el siervo. Prohibido estaba juzgar o ser juzgada. Garantía había de un cuerpo próvido, decidido a tomarte con la esplendidez y hospitalidad que tu hacienda patrocinara.

Ceñidos por lisonjas de esas sábanas perpetuas hicimos del mundo un paraíso. Los mimos generosos de los cuarenta ladrones nos hicieron llenar de leyendas nuestras mil y una noches. El abrazo de estas piernas embestidas en su núcleo, regocijando al extranjero; construyendo la quimera del naufrago ignoto. Las uñas que se ajaron en los surcos de la espalda, los gritos de guerra, los espasmos.

Alimenté al recién nacido. Cobijé al enfermo, amé a los unos y a los otros. Convertí el delito en mi vocación y sustento. Reinventé mis mandamientos. Vi ocultarse el sol tantas veces en distintos cortinajes, probé tantos labios, tomé tantos cuerpos, toqué tantas almas.

Soy una puta. Una mujer en cuyo cuerpo palpita un corazón que la desborda. Un ánimo inquebrantable, voluntad, sueños, caprichos. Soy una puta que bebe de arroyos endulzados, que garantiza, que toma, que da, que prueba. Soy tuya, soy mía, soy de nadie y soy de tantos. Soy una puta, pero nunca, nunca una cualquiera. Soy Fernanda, la que escribe una letras sin sentido y agradece que las hayas leído...

Hasta siempre

Nunca hagas enojar a una mujer

Somos imprevisibles...

Qué vengan los bomberos II




Dejé pendiente este relato:



...De nuevo me detengo, no es posible avanzar otro centímetro.

Detrás de mí, la señora recién rebasada se soba la cabeza, a la izquierda, un microbús trata de avanzar mientras uno de los pasajeros se asoma por el cristal tratando de verme las piernas. Le vale madre que lo haya cachado. Atrás de él un matrimonio de ancianos platican animadamente. Una mujer está sentada detrás, rezando o leyendo con una expresión de cansancio paciente. Delante de mí va un Jetta y a mi derecha, en el guajolotero que venía echándome en la cara el humo de su mofle, una señora duerme plácidamente. La envidio.

No acabo de acostumbrarme a ver a un cabrón vendiendo pistaches a medio periférico. De todos modos le compro una bolsita, están a diez pesos y no es culpa suya que el tráfico esté así, además lo hacen más pasadero. ¿No tienes aguas manito? Él no tenía, pero me dijo quién sí, más adelante (si al menos pudiera llegar “más adelante”). Cuando estiro el pescuezo alcanzo a ver a lo lejos un camión de bomberos. Seguramente el tráfico tan cabrón se debe a un accidente.

Pienso en los bomberos. De entre los heroicos cuerpos de protección, si uno me ha llamado siempre la atención es el de bomberos. Es un oficio muy sexy: Siempre los pintan bien cachondos, en situaciones ardientes, con cuerpotes empapados en sudor, caras de cogelones y agarrando tremendas manguerotas que aunque una no quiera, dan ideas muy sugestivas, además, la neta es que es una de las profesiones más nobles que existen. Son gente que de verdad arriesga el pellejo en cada chamba para salvar la vida de personas que no conocen ni les importan un carajo. Pa’ acabarla, casi todos están que se caen de buenos.

Entre más pensaba en los bomberos, más me olvidaba del puto tráfico. Me pongo a pensar en mis cuatitos bomberos que me escriben desde la Honorable Guardia Verde de Tlalpan y me los imagino, salvando gente, ayudando, apagando fuegos y me dan unas ganas tremendas de apagar el mío. Relajo las piernas, llevo los dedos a mis labios, los mojo un poco y después, allí a medio periférico, acaricio mi clítoris con mis dedos índice y medio, en suaves masajes. Me excita más saber que estoy a media calle, que el mirón del microbús del lado puede estar viendo, que a la pareja de viejitos o les da un infarto o se les antoja, me pienso en los sueños de la que duerme o excomulgada por la que reza. Siento como mis pezones se ponen duros y en mis caderas comienzan a invadirme escalofríos fantásticos mientras imagino el cuerpo sin rostro de algún bombero bien dotado que calma el incendio que arde entre mis piernas. Lo imagino besándome, cogiéndome, salvándome en mi propia lumbre. Una ráfaga atraviesa de pronto mi espina dorsal y me ciega de placer.

Sigo conduciendo. Pienso en los bomberos y me río, no quiero ni voltear a ver a los otros coches ¡Qué oso si alguien me vio! Ya con pena a una le sale el pequeño microbusero que todo chilango llevamos dentro y me voy metiendo entre los coches hasta alejarme echa la madre de los testigos de mi travesura. Adelante no hay ningún accidente, así es la ciudad y su tráfico normal. Pienso: ¿Habrá en Satélite alguna tienda donde se pueda conseguir un disfraz de bombero? Si la hay, no doy con ella.

Besos fogosos
Fernanda, siempre